domingo, 6 de septiembre de 2009

Devuelta a Santo Domingo

El sol de la mañana iluminaba la fachada más cofrade de Granada. Todo estaba preparado para nuestro reencuentro. Han pasado muchos días, mucho calor, muchos acontecimientos y ningunas vacaciones -en mi caso- aunque es imborrable el sentimiento de recuerdo que permanece en mi corazón. Aquella mañana del 26 de junio, La Mañana, confundido entre la noche y el día, entre la mañana y la madrugada, no quisiste alinear mi mirada y la tuya, quizás para no presionarme más, quizás para tranquilizarme o quizás, simplemente, por que no correspondía.

Desde aquella, feliz e incompleta mañana, la puerta dominica de tu casa siempre había estado tan alejada de mí que no recordaba la revolución emocional que provocaba el descender el pequeño tranco de la plaza que da nombre a tu hogar.


Parecía que todo estaba igual. Parecía que seguías ahí sentado, con tu caña en la mano y la clámide sin rastro alguno del apabullante calor de estos meses. Pero no. Nada más lejos de la realidad.

Si mis ojos no conseguían reconocer ni una ápice de anormalidad, dinamismo o cambio; mi corazón no paraba de palpitar, avisandome fielmente, de la situación inesperadamente desconocida a la cual me estaba acercando de forma segura y deseosa.

¡Dios mío!, si todo sigue igual. ¿Qué me está pasando?

Hasta que unos negros forjados hierros se interpusieron en nuestro camino. Justamente en ese momento, supe a que se referían esos descomunales bombeos de sangre que oprimían el interior de mi pecho.

No hubo reproches, nada me echaste en cara aunque yo sabía que podías y debías. Quizás no fue necesario, o más bien no quisiste malgastar el momento con lecciones, sermones y rencillas. Una vez, asimilado tu sorpresiva bienvenida, noté como el ritmo de mi corazón se amansaba, se rendía a tus pies, te aclaba como rey de todo lo animado e hijo del Padre Unico celestial.

Ya está. Denuevo lo conseguiste. Denuevo otra de tus lecciones, sin mover ni un dedo, sin usar tu cetro, ni siquiera levantando la mirada, conseguiste avergonzarme.

Simplemente HUMILDAD. Eso si lo percibí de forma rotunda, magestuosa y convictiva. Es cierto que no es mucho lo que pides, pero es tanto lo que demuestras, que haces que un simple gesto signifique todo y la mayor de las gestas carezca de valor si no son de corazón y con amor.


No me dejes solo padre mio, vela siempre por mi humildad y no dudes en actuar si la lejania, la apatía o la vagueza impiden que continue el camino en el que un día me pusiste, siempre cuestiono pero nunca abandonaré.

Denuevo y siempre GRACIAS, Señor de la Humildad.

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